¿Por qué se elige particular subvencionado?

05 de Diciembre de 2014
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Columna de Manuel Canales, Cristián Bellei y Víctor Orellana (Centro de Investigación Avanzada en Educación & Departamento de Sociología Universidad de Chile), publicada en Ciper.

Como reacción a la propuesta de la Presidenta Bachelet de eliminar el lucro, la selección y el copago de la educación financiada por el Estado, el significado que los colegios particulares subvencionados tienen para las personas, y en especial los motivos de las familias para “elegir pagar” por ellos, han estado intensamente presente en el debate público. Lo que por décadas pareció normal, ahora es casi un misterio. Para comprender la elección escolar de las familias, hemos estado entrevistando y haciendo grupos de discusión con madres y padres de diferentes sectores, como parte de un estudio de dos años en la Universidad de Chile[1].

En efecto, a primera vista el misterio es grande. La promesa inicial de quienes promovieron estos colegios era que producirían ofertas de mejor calidad educativa, expresada en mejores rendimientos académicos de sus alumnos. Sin embargo, a estas alturas, la evidencia acumulada en el sentido contrario es elocuente: a pesar de todas las ventajas con que cuentan, las escuelas particulares subvencionadas no logran superar en promedio a las escuelas públicas; y las que peor lo hacen son justamente las que más se han expandido con este modelo de mercado educativo, es decir, escuelas de reciente creación y con fines de lucro. ¿Por qué entonces las familias preferirían pagar por un servicio educativo que no produce mejor desempeño académico en sus hijos?

Desbaratado el argumento de la “calidad” académica, los promotores de las escuelas privadas subvencionadas han vuelto a la carga ahora con la idea de la “libertad de elegir”. Al final –según este razonamiento- lo único que importa es que las familias escojan la educación para sus hijos según sus propios criterios. ¿No es acaso esto lo que ha hecho históricamente la clase alta chilena? Entre laicos –academicistas, alternativos o de colonia- y religiosos –jesuitas u Opus Dei, el mundo de los colegios particulares ha ofrecido una amplia gama de proyectos educativos donde elegir, elevados aranceles mediante. Pero nada equivalente a esas complejas diferenciaciones de proyectos pedagógicos y curriculares puede encontrarse entre los colegios particulares subvencionados. Y las familias con que hemos conversado lo saben: hay un abismo que separa ese mundo con el Chile “del 93% más pobre”.

Entonces, si no es por rendimiento académico ni por sofisticados proyectos educativos, ¿por qué tantas y crecientes familias de “clase media” eligen pagar por la educación de sus hijos?

Para aclararlo de entrada: según nuestro estudio, no es por “error”, engaño, arribismo ni “aspiracionalismo”; tampoco por casualidad. En vez, encontramos un potente discurso social, coherente y extendido, que hace comprensible lo que de lejos (y desde la economía) hasta parece irracional. Las familias eligen establecimientos particular subvencionados principalmente por temor a un conjunto de “peligros” que asocian con las escuelas y liceos municipales; y lo hacen fundamentalmente buscando orden y seguridad para sus hijos.

Temen más que aspiran. Más temen lo que pueda ocurrirles y que ponga en riesgo el lugar que han alcanzado, que lo que aspiran a “seguir subiendo” en la escala social. El temor es a la exposición incontrolada o desprotegida que pueda darse en la mezcla popular, de la que sin embargo son parte o vecinos. En los establecimientos municipales, además de los signos de su crisis de gobierno (ellos piensan que a las autoridades municipales no les interesa la educación), lo que sobresale para ellos es el peligro por la revoltura de todos, masa indiferenciada en que se encuentran quienes se portan bien y quienes se desvían, los que ya pueden pagar “algo que sea” y los pobres de solemnidad. En fin, la turba en que ya no hay diferencias porque ahí “llega de todo”. Sobre el trasfondo de este temor, los particulares subvencionados ofrecen un refugio hecho a la medida.

En el extremo, lo que se compra es la protección contra el encuentro con aquella cara dura de la sociedad chilena, donde los signos de la integración y el buen camino parecen perder tono y fuerza. En la sombra, ese rostro son los “flaites”: pueden ser vecinos, pero se yerguen como provocadores del  proyecto de consolidación de estatus en que se autoperciben estas familias. Son el fantasma de volver atrás, de volver afuera. Por eso decimos que elegir una escuela particular subvencionada no es parte de un “sueño aspiracional”, porque no se elige para cambiar de estatus, sino para afianzar el que se tiene, o mejor, el que con esfuerzo se ha logrado.

Desde la perspectiva de estas familias, ése es el sentido profundo del financiamiento compartido. Casi un deber moral. Como reflexionó sorprendida una mamá: “A veces uno ve que hay gente que puede pagar un poco más y manda a los hijos a colegios municipales -donde va pura gente con malas costumbres-; entonces uno ve que no se preocupan mucho, que no les importa. Y quizás con pocas lucas podrían encontrar un particular subvencionado, que ya marca una diferencia”. Esa “diferencia” es la autosegregación de quien busca un refugio en medio del peligro. No es “clasismo”, es otra versión del “miedo al otro”, esa emoción de sospecha canalizada como pulsión al encierro en condominios y casas con que se edificó la sociedad chilena de estas últimas décadas.

Así, las escuelas se han ido especializando en vender seguridad y orden. La seguridad que da saber que en esa escuela “no dejan entrar a cualquiera” y que si –por cosas del destino- alguno se descarriara, la manzana del infortunio será rápidamente invitada a salir de ese cajón. Para estas familias, es como si todos los (múltiples y sutiles) mecanismos de selección que las escuelas les aplican –incluyendo el copago- descubrieran una frontera moral entre los admitidos y el resto. Porque en último término el riesgo no es no alcanzar la “excelencia académica” (¿qué es eso?), sino perderse en el camino. Por eso es tan importante seleccionar (y luego exigir) a quienes están dispuestos a mantener la buena conducta. Las escuelas y liceos particulares subvencionados son percibidos como mucho más ordenados y con mejor disciplina; se valora que sean establecimientos pequeños, porque a la calidez del trato familiar se agrega la seguridad de un mejor y más cercano control conductual; el estricto uniforme es el signo visible de esta diferencia moral. En esto radica la importancia de la selección de alumnos, y da lo mismo cuan “selectivo” se es en la práctica, lo importante es que todos escuchen el mensaje: sin selección el caos amenaza a la comunidad.

En definitiva, el colegio particular subvencionado es visto como el calce perfecto para la “clase media”, entre los particulares pagados de la elite y los municipales de los pobres. “Yo creo que cada uno debe buscar colegios para sus hijos que vayan de acuerdo a su realidad”, nos explicó un padre sobre en la estratificación educacional chilena. Es que, después de todo, así es el mercado: cada uno obtiene lo que vale, o sea, lo que paga. Instalado por los Chicago Boys en las condiciones de laboratorio que les proporcionó la dictadura (Milton Friedman ni lo hubiera soñado en sus tierras), este mercado educacional se ha refinado ya por décadas y a estas alturas todos parecen saber muy bien de qué se trata el juego: a la demanda por protección e integración social -en una sociedad del “cada uno se rasca con sus propias uñas”-, las escuelas (especialmente las creadas precisamente por este mercado, aunque la dinámica amenaza con arrastrarlas a todas) se han ido acoplando, y día tras día moldeando recíprocamente en una continua negociación de oferta y demanda. Por eso, incluso para observadores de la OECD, el chileno parece ser un sistema educacional donde se compra y vende segregación social.

Así las cosas, descalificar a los padres que matriculan a sus hijos en las escuelas particulares subvencionadas por arribistas o “aspiracionales”, porque defienden la selección y su “derecho a pagar” por ella, parece no sólo incorrecto, sino del todo injusto. ¿No son acaso el paradigma del mercado educacional que muchos hacedores de política pública y proveedores educacionales han estado construyendo en Chile sistemáticamente desde 1980? Estas familias no hacen sino lo mejor que pueden para intentar “asegurar” la educación de sus hijos y sacarlos adelante. Lo mismo hacen los pobres; lo mismo hacen los ricos. El problema no son las familias. El problema son las reglas del juego con que las autoridades nacionales han querido transformar la distribución de oportunidades educacionales (el derecho a la educación de los niños y jóvenes) en un mercado, “incentivando” a los educadores para que se comporten como en cualquier otro negocio, y a las familias, como clientes.

Por cierto, si descalificar a las familias por sus elecciones es injusto, transformar esas elecciones en ley divina es irresponsable. Un sistema educacional construido sobre la dinámica del temor, la búsqueda de seguridad y la consiguiente compraventa de segregación social, no producirá la buena educación, la equidad educativa, ni la integración social que decimos anhelar. Educación pública, gratuita y de calidad es la simple fórmula usada por los países que más han avanzado en estos objetivos. Un completo disparate en el Chile de hoy.

 

[1] Proyecto “El soporte cultural para el mercado educacional”, FONDECYT 1130430.


Fuente: Manuel Canales, Cristián Bellei y Víctor Orellana, Centro de Investigación Avanzada en Educación & Departamento de Sociología Universidad de Chile

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