El sistema de educación superior es muy importante y debe ser diseñado y regulado de forma que ofrezca educación de calidad, a la vez que esté en sintonía con el mercado laboral, permitiendo cumplir las expectativas de los estudiantes ofreciéndoles un retorno a su esfuerzo. En este sentido es muy bienvenida la discusión que se ha instalado en el país sobre educación superior, en la medida que se centre en cómo mejorar su calidad y equidad, de forma que las instituciones de educación superior se constituyan en agentes de movilidad social, en vez de en agentes de reproducción social. El problema surge cuando se reduce la discusión a la gratuidad de la educación superior, ya que los recursos que ello implica tienen usos alternativos que pueden tener un efecto más contundente en la calidad y equidad educativa.
Un ejemplo es la educación preescolar que en Chile tiene fragilidades en diversas dimensiones, como las brechas de acceso que generan una significativa inequidad; en particular, la cobertura en educación escolar es baja entre los niños de familias de menor nivel socioeconómico y muy reducida entre los niños de zonas rurales (con el consiguiente menor acceso de aquellos niños que más se podrían beneficiar con la educación preescolar). Pero el problema no es sólo cobertura, también falta calidad, lo que genera reducido impacto sobre el desarrollo, el aprendizaje y el futuro desempeño escolar de los niños. Parte del problema es que el monto de recursos invertidos por alumno es aún bajo comparado con países que muestran buenos resultados en educación preescolar.
Otro ejemplo es la educación técnico-profesional, que registra problemas de calidad y pertinencia, situación que es grave si se considera que a ella asiste el 40% de la matrícula de enseñanza media, particularmente los jóvenes más vulnerables (un 65% de ellos proviene del 40% más pobre de la población). Los estudiantes de la educación técnico-profesional tienen deficientes resultados académicos, medidos por las pruebas Simce y PSU, comparados con quienes asisten a educación científico-humanista y acceden, en menor medida, a la educación superior y -en su gran mayoría- a centros de formación técnica, institutos profesionales y universidades privadas de baja selectividad. Su educación sufre de retraso tecnológico, tanto en relación con sus profesores como al equipamiento disponible, en general está desvinculada del sector productivo, no tiene sintonía con las demandas del mercado laboral y experimenta una débil vinculación con la educación superior vocacional y técnico-profesional. Lo insólito de esta situación es que el país necesita con urgencia técnicos a este nivel.
La experiencia de países exitosos en formación técnica sugiere que buenos programas vocacionales ofrecen excelentes caminos para que muchos jóvenes ingresen a la fuerza de trabajo. Muchos de estos programas optan por la formación dual que combina estudio y trabajo, permitiendo un aprendizaje contextualizado y con aplicación inmediata de lo que se aprende. Asimismo, ofrecen a los estudiantes un sistema modular que les permite ir adquiriendo distintas certificaciones a lo largo de su vida laboral. Quienes egresen de un liceo técnico-profesional podrían trabajar un tiempo y adquirir experiencia para luego volver a obtener un título en un centro de formación técnica, en tanto que luego de unos años adicionales de trabajo podrían evaluar la opción de obtener un título profesional. Los compartimentos estancos que tenemos impiden trazar un camino promisorio para un joven que opta por la educación vocacional. El sistema educativo es complejo y requiere diseño y regulación, de forma tal que sea capaz de motivar el esfuerzo individual, la existencia de instituciones educativas que agreguen valor y la igualdad de oportunidades.